viernes, 7 de marzo de 2008

Capítulo I - Pt. 2

"Esta noche, a las ocho, estaré en el antiguo lugar". Eran las únicas palabras escritas en el papel, pero al parecer tenían un particular interés para ella puesto que se mantuvo en la misma postura por algún tiempo en actitud pensativa. Se había despertado mi curiosidad, y deseosa de saber más acerca de la interesante joven, lo que me proporcionaba la agradable oportunidad de continuar en tan placentera promiscuidad, me apresuré a permanecer tranquilamente oculta en un lugar recóndito y cómodo, aunque algo húmedo, y no salí del mismo, con el fin de observar el desarrollo de los acontecimientos, hasta que se aproximó la hora de la cita.
Bella se vistió con meticulosa atención, y se dispuso a trasladarse al jardín que rodeaba la casa de campo donde moraba, fui con ella. Al llegar al extremo de una larga y sombreada avenida, la muchacha se sentó en una banca rústica, y esperó la llegada de la persona con la que tenía que encontrarse. No pasaron más de unos cuantos minutos antes de que se presentara el joven que por la mañana se había puesto en comunicación con mi deliciosa amiguita. Se entabló una conversación que, sí debo juzgar por la abstracción que en ella se hacía de todo cuanto no se relacionara con ellos mismos, tenía un interés especial para ambos. Anochecía, y estábamos entre dos luces. Soplaba un airecillo caliente y confortable, y la joven pareja se mantenía entrelazada en el banco, olvidados de todo lo que no fuera su felicidad mutua.
—No sabes cuánto te quiero, Bella -murmuró el joven, sellando tiernamente su declaración con un beso depositado sobre los labios que ella ofrecía.
—Sí, lo sé —contestó ella con aire inocente—. ¿No me lo estás diciendo constantemente? Llegaré a cansarme de oír esa canción. Bella agitaba inquietamente sus lindos pies, y se veía meditabunda. —¿Cuándo me explicarás y enseñarás todas esas cosas divertidas de que me has hablado? —preguntó ella por fin, dirigiéndole una mirada, para volver luego a clavar la vista en el suelo.
—Ahora —repuso el joven—. Ahora, querida Bella, que estamos a solas y libres de interrupciones. ¿Sabes, Bella? Ya no somos unos chiquillos. Bella asintió con un movimiento de cabeza. —Bien; hay cosas que los niños no saben, y que los amantes no sólo deben conocer, sino también practicar.
—¡Válgame Dios! —dijo ella, muy seria.
— Sí —continuó su compañero—. Hay entre los que se aman cosas secretas que los hacen felices, y que son causa de la dicha de amar y ser amado.
—¡Dios mío! —exclamó Bella—. ¡Qué sentimental te has vuelto, Carlos! Todavía recuerdo cuando me decías que el sentimentalismo no era más que una patraña.
—Así lo creía, hasta que me enamoré de ti —replicó el joven.
—¡Tonterías! —repuso Bella—. Pero sigamos adelante, y cuéntame lo que me tienes prometido.
—No te lo puedo decir si al mismo tiempo no te lo enseño —contestó Carlos—. Los conocimientos sólo se aprenden observándolos en la práctica.
—¡Anda, pues! ¡Sigue adelante y enséñame! —exclamó la muchacha, en cuya brillante mirada y ardientes mejillas creí descubrir que tenía perfecto conocimiento de la clase de instrucción que demandaba.
En su impaciencia había un no sé qué cautivador. El joven cedió a este atractivo y, cubriendo con su cuerpo el de la bella damita, acercó sus labios a los de ella y la besó embelesado. Bella no opuso resistencia; por el contrario, colaboró devolviendo las caricias de su amado. Entretanto, la noche avanzaba; los árboles desaparecían tras. la oscuridad, y extendían sus altas copas como para proteger a los jóvenes contra la luz que se desvanecía. De pronto Carlos se deslizó a un lado de ella y efectuó un ligero movimiento. Sin oposición de parte de Bella, pasó su mano por debajo de las enaguas de la muchacha. No satisfecho con el goce que le causó tener a su alcance sus medias de seda, intentó seguir más arriba, y sus inquisitivos dedos entraron en contacto con las suaves y temblorosas carnes de los muslos de la muchacha. El ritmo de la respiración de Bella se apresuró ante este poco delicado ataque a sus encantos. Estaba, empero, muy lejos de resistirse; indudablemente le placía el excitante jugueteo.
-Tócalo -murmuró—. Te lo permito.
Carlos no necesitaba otra invitación. En realidad se disponía a seguir adelante, y captando en el acto el alcance del permiso, introdujo sus dedos más adentro. La complaciente muchacha abrió sus muslos cuando él lo hizo, y de inmediato su mano alcanzó los delicados labios rosados de su linda rendija. Durante los diez minutos siguientes la pareja permaneció con los labios pegados, olvidada de todo. Sólo su respiración denotaba la intensidad de las sensaciones que los embargaba en aquella embriaguez de lascivia. Carlos sintió un delicado objeto que adquiría rigidez bajo sus ágiles dedos, y que sobresalía de un modo que le era desconocido. En aquel momento Bella cerró sus ojos, y dejando caer su cabeza hacia atrás se estremeció ligeramente, al tiempo que su cuerpo devenía ligero y lánguido, y su cabeza buscaba apoyo en el brazo de su amado.
—¡Oh, Carlos! —murmuró—. ¿Qué me estás haciendo? ¡Qué deliciosas sensaciones me proporcionas!
El muchacho no permaneció ocioso, pero habiendo ya explorado todo lo que le permitía la postura forzada en que se encontraba, se levantó, y comprendiendo la necesidad de satisfacer la pasión que con sus actos había despertado, le rogó a su compañera que le permitiera conducir su mano hacia un objeto querido que, le aseguró, era capaz de producirle mucho mayor placer que el que le habían proporcionado sus dedos. Nada renuente, Bella se asió a un nuevo y delicioso objeto y, ya fuere porque experimentaba la curiosidad que simulaba o porque realmente se sentía transportada por deseos recién nacidos, no pudo negarse a llevar de la sombra a la luz el erecto objeto de su amigo.
Aquellos de mis lectores que se hayan encontrado en una situación similar, podrán comprender rápidamente el calor puesto en empuñar la nueva adquisición, y la mirada de bienvenida con que acogió su primera aparición en público.

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