viernes, 7 de marzo de 2008

Capítulo I - Pt. 5

El horror heló la sangre de ambos. Carlos, escabulléndose del que había sido su lúbrico y cálido refugio, y con un esfuerzo por mantenerse en pie, retrocedió ante la aparición, como quien huye de una espantosa serpiente. Por su parte, la gentil Bella, tan pronto como advirtió la presencia del intruso, se cubrió el rostro con las manos, encogiéndose en el banco que había sido mudo testigo de su goce e, incapaz de emitir sonido alguno a causa del temor, se dispuso a esperar la tormenta que sin duda iba a desatarse para enfrentarse a ella con toda la presencia de ánimo de que era capaz.

No se prolongó mucho su incertidumbre. Avanzando rápidamente hacia la pareja culpable, el recién llegado tomó al jovencito por el brazo, mientras con una dura mirada autoritaria le ordenaba que pusiera orden en su vestimenta.
—¡Muchacho imprudente! —murmuró entre dientes—. ¿Qué hiciste? ¿Hasta qué extremos te ha arrastrado tu pasión loca y salvaje? ¿Cómo podrás enfrentarte a la ira de tu ofendido padre? ¿Cómo apaciguarás su justo resentimiento cuando yo, en el ejercicio de mi deber moral, le haga saber el daño causado por la mano de su único hijo?
Cuando terminó de hablar, manteniendo a Carlos todavía sujeto por la muñeca, la luz de la luna descubrió la figura de un hombre de aproximadamente cuarenta y cinco años, bajo, gordo y más bien corpulento. Su rostro, francamente hermoso, resultaba todavía más atractivo por efecto de un par de ojos brillantes que, negros como el azabache, lanzaban en torno a él adustas miradas de apasionado resentimiento. Vestía hábitos clericales, cuyo sombrío aspecto y limpieza hacían resaltar todavía más sus notables proporciones musculares y su sorprendente fisonomía, Carlos estaba confundido por completo, y se sintió egoísta e infinitamente aliviado cuando el fiero intruso se volvió hacia su joven compañera de goces libidinosos.
—En cuanto a ti, infeliz muchacha, sólo puedo expresarte mi máximo horror y mí justa indignación. Olvidándote de los preceptos de nuestra santa madre iglesia, sin importarte el honor, has permitido a este perverso y presuntuoso muchacho que pruebe la fruta prohibida. ¿Qué te queda ahora? Escarnecida por tus amigos y arrojada del hogar de tu tío, tendrás que asociarte con las bestias del campo, y. como Nabucodonosor, serás eludida por los tuyos para evitar la contaminación, y tendrás que implorar por los caminos del Señor un miserable sustento. ¡Ah, hija del pecado, criatura entregada a la lujuria y a Satán! Yo te digo que...
El extraño había ido tan lejos en su amonestación a la infortunada muchacha, que Bella, abandonando su actitud encogida y levantándose, unió lágrimas y súplicas en demanda de perdón para ella y para su joven amante.
—No digas más —siguió, al cabo. el fiero sacerdote—. No digas más. Las confesiones no son válidas, y las humillaciones sólo añaden lodo a tu ofensa. Mi mente no acierta a concretar cuál sea mi obligación en este sucio asunto, pero si obedeciera los dictados de mis actuales inclinaciones me encaminaría directamente hacia tus custodios naturales para hacerlas saber de inmediato las infamias que por azar he descubierto.
—;Por piedad! ¡Compadeceos de mí! —suplicó Bella, cuyas lágrimas se deslizaban por unas mejillas que hacía poco habían resplandecido de placer.
—¡Perdonadnos. padre! ¡Perdonadnos a los dos! Haremos cuanto esté en nuestras manos como penitencia. Se dirán seis misas y muchos padrenuestros sufragados por nosotros, Se emprenderá sin duda la peregrinación al sepulcro de San Engulfo, del que me hablabais el otro día. Estoy dispuesto a cualquier sacrificio si perdonáis a mi querida Bella.
El sacerdote impuso silencio con un ademán. Después tomó la palabra, a veces en un tono piadoso que contrastaba con sus maneras resueltas y su natural duro.
—¡Basta! —dijo—. Necesito tiempo. Necesito invocar la ayuda de la Virgen bendita, que no conoce el pecado, pero que, sin experimentar el placer carnal de la copulación de los mortales, trajo al mundo al niño Jesús en el establo de Belén. Pasa a verme mañana a la sacristía, Bella. Allí, en el recinto adecuado, te revelaré cuál es la voluntad divina con respecto a tu pecado. En cuanto a ti, joven impetuoso, me reservo todo juicio y toda acción hasta el día siguiente, en el que te espero a la misma hora.
Miles de gracias surgieron de las gargantas de ambos penitentes cuando el padre les advirtió que debían marcharse ya. La noche hacía mucho que había caído, y se levantaba el relente. —Entretanto, buenas noches, y que la paz sea con vosotros. Vuestro secreto está a salvo conmigo hasta que nos volvamos a ver —dijo el padre antes de desaparecer.


1 comentario:

Jorge dijo...

mmm...

¿De extrañana sustancia están hechos los deseos?